Una crisis que expresa que un determinado orden mundial ha dejado de expresar la correlación de fuerzas que le dio origen, y que expresa asimismo cambios en orden internacional
Centro de Investigaciones en Política y Economía (CIEPE)
Transformaciones estructurales en el capitalismo contemporáneo y nuevos actores en el escenario global
Los primeros veinte años del presente Siglo nos muestran una agudización de las tensiones y disputas geopolíticas que han convulsionado el escenario internacional, y en donde se vislumbran cambios tectónicos que pueden implicar desplazamientos y reconfiguraciones geoeconómicas y geopolíticas a nivel global (Serbin, 2019).
Varios autores señalan la existencia de una crisis de grandes magnitudes en el sistema mundial contemporáneo. Una crisis que expresa que un determinado orden mundial ha dejado de expresar la correlación de fuerzas que le dio origen, y que expresa asimismo cambios en orden internacional. Ramonet (2011), en este sentido, señala que no atravesamos una sola crisis, sino que existe una suma de crisis interrelacionadas, que abarcan lo tecnológico, lo económico, lo comercial, lo político, lo social, lo climático, lo cultural, lo ético, lo moral, lo sanitario, etc., y en donde los efectos de unas son las causas de otras, hasta formar un verdadero sistema; es decir, que nos encontraríamos ante una crisis sistémica del orden mundial configurado luego de la Segunda Guerra Mundial. Esta situación de gran convulsión, donde se observan conflictos, tensiones y realineamientos geopolíticos a gran escala, es definida como “caos global” (Bringel, 2020), “caos sistémico” (Martins, 2014) o “un mundo en estado de desorden” (Haass, 2017).
Una de las características centrales de este proceso es la aparición de nuevos actores que contribuyeron a desencadenar una triple crisis: de las relaciones sociales de producción fordistas, en el sistema interestatal de orden mundial y en la potencia hegemónica que había ordenado el mundo luego de la caída de la Unión Soviética, los Estados Unidos. Recuperando los aportes de Gramsci, Cox (2016) señala que los órdenes mundiales están fundamentados en relaciones sociales de producción, por lo que un cambio en las relaciones sociales conlleva necesariamente un cambio estructural significativo en la forma de organización mundial.
La revolución tecnológica de la década del ’70 tuvo varios impactos no solo económicos, sino también políticos y sociales. En términos económicos, estas transformaciones permitieron iniciar un proceso de relocalización de la inversión que conllevó una descentralización de parte de la industria, utilizando las ventajas competitivas de la fuerza de trabajo en el mundo para redireccionar los flujos de inversión productiva (Martins, 2014), produciendo una reestructuración radical de las relaciones económicas internacionales (Marini, 1997).
El modelo de producción “fordista”, caracterizado por la estandarización y la integración vertical de la planta productiva, el espectacular incremento de la productividad generado por la cadena de montaje y la organización taylorista del trabajo, dio paso a un modelo de organización “posfordista” o “toyotista”, caracterizado por basarse en la segmentación productiva y el desarrollo de cadenas de valor (Sanahuja, 2007). Arrighi (2007), por su parte, señala el pasaje de General Motors a Wal-Mart como “modelo empresarial” estadounidense, es decir, de una corporación industrial verticalmente integrada, que establecía instalaciones de producción en todo el mundo pero permanecía profundamente enraizada en la economía estadounidense, a un intermediario comercial entre subcontratistas extranjeros (en su mayoría asiáticos) que fabrica la mayoría de sus productos, y los consumidores estadounidenses, que compran la mayor parte de ellos. Estas transformaciones contribuyeron a redefinir la relación social fundamental que define la matriz de desarrollo capitalistas, es decir, la “forma-valor” (Jessop, 1983).
Estos procesos tuvieron un doble efecto: por un lado, aumentó fuertemente la tasa de ganancia de las compañías y grupos financieros transnacionales y, por el otro, se redujo la tasa de inversión en las potencias centrales, que comenzaron un proceso de estancamiento de su PBI, mientras que la mudanza de fábricas redituó en un aumento de su desempleo. Es en este contexto que comienza a desarrollarse una nueva forma de organizar la producción social en el capitalismo, a partir de un salto en la escala del capital, un salto tecnológico, un cambio en su composición y en su forma de organización. Este salto en la productividad del capital permitió inaugurar un proceso de transnacionalización del capital que dio lugar a la deslocalización de sus estructuras estratégicas de los países centrales hacia lo “global”, junto con la nueva centralidad adquirida por las finanzas y los servicios en la acumulación de capital (Formento y Dierckxsens, 2017).
A diferencia de las compañías multinacionales, las cuales tienen un anclaje en el Estado-Nacional en el cual se originaron, las corporaciones transnacionales se extienden a lo largo de múltiples países con diferentes operaciones en cada uno de ellos y no tienen una casa matriz nacional en un Estado al que respondan (Turzi, 2017). La reestructuración de la producción global y la generación de las cadenas globales de valor, las tecnologías de la información y la comunicación, la globalización financiera y la transnacionalización economía han acelerado la formación de actores corporativos globales (Turzi, 2017).
Estos procesos son descriptos de manera gráfica por Sanahuja (2007), quien muestra la nueva composición de los flujos del comercio internacional a partir de la generalización del comercio “intrafirma”, es decir, que se producen en el seno de las corporaciones transnacionales y entre estas y sus subsidiarias. Como resultado de estos procesos, la OMC estima que un tercio del comercio mundial total se realiza de forma “intrafirma” (Sanahuja, 2007).
El desarrollo de las corporaciones transnacionales a partir de la década del ’70 del siglo pasado, entonces, apuntaló el proceso de globalización y contribuyó a impulsar la liberalización económica y la transnacionalización, incluso en contraposición o por encima de los intereses de los Estados y de la soberanía nacional (Serbin, 2019). La derogación, en noviembre de 1999 en Estados Unidos, de la Ley Glass Steagall por parte de la administración Clinton cumplió un papel fundamental en este proceso, en tanto permitió al capital financiero transnacionalizado operar en el sistema internacional por encima de los Estados (Gullo, 2018). Martins (2014) señala que estos procesos contribuyeron a generar un desplazamiento del eje de poder en la división internacional del trabajo, que se reflejó en una pérdida de competitividad de las potencias centrales producto de la reducción de su participación relativa en las exportaciones mundiales y fuerte déficit comercial.
De este modo, el llamado “proceso de globalización” es entendido como proceso de expansión del capital transnacional, que “globaliza” las relaciones de producción convirtiendo al planeta entero en un único mercado mundial. A partir de esto, este proceso se caracteriza por un intento de “supresión” progresiva de las fronteras nacionales, que actuaban como barreras que fragmentaban el mercado mundial y ponían obstáculos al flujo de la reproducción de capital, principalmente en lo que refiere a las estructuras de producción, circulación y consumo de bienes y servicios (Marini, 1997). En este marco, las corporaciones transnacionales rompen con el “cordón umbilical” que las unían al Estado-nación en las que se habían originado desde el punto de vista de la composición tanto de los accionistas como del cuerpo de empleados (Gullo, 2018). Como un indicador de estos procesos, el 60% de los ingresos globales va a provenir de una red de 1318 corporaciones multinacionales y transnacionales, pero existe un núcleo de 147 empresas que controlan el 40% de esa red (Gullo, 2018).
Turzi (2017) va a señalar seis características de la globalización, que son de utilidad para entender la situación internacional actual; tres de ellas se refieren a un plano estrictamente económico, mientras que las otras tres se refieren a transformaciones en los planos político, ideológico y cultural. En términos económicos, observamos procesos simultáneos de internacionalización comercial (disponibilidad de los mismos productos en distintas partes del mundo), liberalización financiera (libre circulación del dinero a través de las fronteras) y convergencia económica (estandarización de normas y regulaciones a nivel global). Por otro lado, estos procesos se articulan con una pretensión de universalidad de los valores (democracia liberal, derechos humanos en su sentido occidental, libre mercado, etc.), homogenización cultural (uniformización de los consumos y de los consumidores, ruptura de los lazos de identificación comunitaria y nacional) y desterritorialización política (reducción de la capacidad y de los ámbitos de exclusiva acción y autoridad de los Estados-nación).
Nueva territorialidad del poder global
La conformación de una nueva forma de capital dominante (y, consecuentemente, de un nuevo actor en el escenario internacional) transforma cualitativamente las relaciones sociales de producción. Como todo nuevo actor de poder, necesitó desarrollar tendencialmente una nueva territorialidad dominante del poder mundial que supere la del Estado-nacional, un modo de territorialidad que se forjó sobre la base del desarrollo de las relaciones capitalistas emergentes, poniendo en crisis las relaciones de producción feudales, así como su organización espacial (los feudos). En este marco, la burguesía naciente necesitaba al Estado-nación como forma político-institucional de control de un territorio “nacional”, a través de una estructura administrativa y el monopolio de la violencia legítima. Los nuevos actores transnacionales, al posicionarse como los más dinámicos en el plano económico, comienzan a proyectar una lógica supranacional sobre el espacio, tendiente a la conformación de una territorialidad global (Merino, 2014).
Este proceso de transformación de la territorialidad dominante no es nuevo, sino podemos rastrearlo en todos los cambios de ciclos sistémicos de acumulación, por lo menos a partir del Siglo XVI, a partir de la evolución desde la ciudad-Estado genovesa, el Estado protonacional de las Provincias Unidas, el estado multinacional del Reino Unido y el Estado Nacional de tamaño continental estadounidense. Arrighi (2007) vincula estas nuevas territorialidades (que denomina “contenedores de poder”) a determinadas fracciones de clase que se posicionaron como dominante en cada ciclo sistémico, y que configuraron ese modo de territorialidad específico: desde la diáspora empresarial cosmopolita genovesa, las compañías estatutarias por acciones holandesas, el imperio tributario británico que abarcaba todo el globo y el sistema mundial de corporaciones multinacionales, bases militares e instituciones de gobierno mundial estadounidenses.
Las corporaciones transnacionales van a impulsar la globalización financiera como proceso general. En este marco, van a cobrar especial relevancia las llamadas “ciudades globales” (Sassen, 2007), las cuales concentran los recursos humanos y materiales más importantes y ejercen las funciones más complejas de la economía mundial. Estas ciudades, entre las cuales se encuentran Nueva York, Londres, Hong Kong o Tokio, son líderes en la producción y exportación de servicios financieros, servicios corporativos, legales, etc., y funcionan desvinculadas del Estado nacional.
Beck (2004), por su parte, señala a la globalización como una transformación lenta, posrevolucionaria y epocal del sistema nacional e internacional de equilibrio de poder, en donde las corporaciones transnacionales escapan de la “jaula del juego” del poder territorial organizado conforme al Estado Nacional. Sanahuja (2007) conceptualiza este proceso como de “desterritorialización” y “reterritorialización” de los espacios sociales, económicos y políticos del poder, que no coinciden con las fronteras y las jurisdicciones estatales. Además de sus consecuencias en la configuración del orden internacional, Beck (2004) afirma que este proceso nos demanda trascender el “nacionalismo metodológico” centrado en el Estado-nación como unidad de análisis central del análisis geopolítico contemporáneo. Cox (1993), por su parte, va a criticar el concepto de “sistema interestatal” u “orden internacional”, que pone en el centro la idea de “Estado” y de “Nación” para abordar los fenómenos globales, y va a utilizar el término “orden mundial”, en tanto que Gullo (2018) hablará de “sistema transnacional” o “sistema global”.
Esta nueva territorialidad del poder mundial está conceptualizada en la obra de Kenichi Ohmae (1997), quien afirma que los valores esenciales que servían de fundamento a un orden mundial de Estados-Nación independientes y soberanos han mostrado síntomas de que necesitan una sustitución por un mundo sin fronteras de la economía globalizada, en el cual cuatro “íes” definen los flujos de esta economía globalizada: Inversión, Industria, Información, Individuos. Ohmae enuncia la utopía de una red globalizada de “Estados-Ciudad posmodernos” como una especie de “red de zonas francas” y redes plenamente cosmopolitas (Methol Ferré, 2013).
El geoestratega norteamericano Zbigniew Brzezinski (1998) introduce un elemento interesante para pensar las conceptualizaciones geopolíticas contemporáneas. El autor sostiene que, para interpretar el orden mundial actual, ya no debemos partir que qué parte de la geografía es el punto de partida para el dominio continental, ni tampoco sobre si el poder marítimo es más significativo que el poder terrestre o viceversa, problemas que generaron (y aún generan) grandes debates en los teóricos geopolíticos clásicos. Brzezinski (1998), por el contrario, señala que la novedad geopolítica es que el poder se ha desplazado desde la dimensión regional a la global.
La nueva forma de Estado
Estos debates nos van a permitir complejizar la conceptualización del Estado, entendiéndolo en tanto estructura de relaciones políticas territorializadas, un flujo de interrelaciones y de materializaciones pasadas de esas interrelaciones (García Linera, 2010). Los Estados, afirma Gullo (2018), no pueden ser considerados entes reales, como si pudieran actuar por sí mismos, como si pudieran tener una voluntad y una inteligencia independientemente de las fuerzas sociales que se posicionan como dominantes en su interior.
Cox (1993), por su parte, introduce una idea interesante para pensar la geopolítica. El autor establece una relación entre Estado, fuerzas sociales e instituciones, la cual resulta fundamental para abordar las relaciones de fuerzas mundial, especialmente en el momento actual. En este sentido, las fuerzas sociales serían los actores clave de las relaciones internacionales, en tanto son los agentes con intereses, con un plan estratégico y que toman las decisiones. Sin embargo, las fuerzas sociales no pueden pensarse como algo existente exclusivamente dentro de los Estados o limitadas a los mismos, en tanto pueden (en función de su escala) desbordar los límites del Estado.
Estas conceptualizaciones nos permiten discutir la idea del Estado-nacional moderno westfaliano como ente primordial de los análisis geopolíticos. En primer lugar, si consideramos que la característica principal de esta forma de Estado es la capacidad de velar por sus propios intereses y seguridad (González del Miño y Anguita Olmedo, 2013), es decir, la soberanía (Turzi, 2017), nos encontramos con que ya no es suficiente con la escala Estatal-nacional para ser una unidad soberana (Dugin, 2016). La visión liberal de las relaciones internacionales reconoce la existencia de unidades políticas con iguales derechos y obligaciones, pero oculta la manifiesta desigualdad de poder y desarrollo en términos reales (González del Miño y Anguita Olmedo, 2013).
Los momentos de “transición” de una estructura de relaciones políticas de dominación y legitimación a otra tendrá que ver, entonces, con la pérdida de anclaje de una relación social (y de la pérdida de correlación de fuerzas del actor o grupos sociales que la sostenían) y con el ascenso de un nuevo actor y una nueva correlación de fuerzas. Estas miradas nos permiten, a su vez, interpretar a los sistemas económicos, políticos y sociales como sistemas finitos en el tiempo, que son transformados (mediante pugnas y luchas) ni bien dejan de responder a las correlaciones de fuerzas dominantes (Dussel, 2014).
El concepto de Estado Global, en este sentido, indica la delegación de poderes y legitimidad para la toma de decisiones a un conjunto de instituciones globales y actores de escala global, lo que conlleva la imposición de nuevas formas de soberanía (Merino, 2014b). En este sentido, Méndez (2011) señala una curiosidad del actual estado de situación mundial, que ha llevado a realizar análisis errados, y es que en los últimos 50 años hemos asistido a una multiplicación de los Estados nacionales supuestamente soberanos. Sin embargo, señala el autor, esto es una muestra no de la vigencia del Estado sino todo lo contrario, de su debilitamiento, en tanto el nacimiento de nuevos Estados estaría mediado por la eventual conformación de unidades políticas débiles, inviables económicamente y que caen rápidamente en la esfera de influencia de los actores de poder mundial.
Estos nuevos actores promueven una mirada cosmopolita neokantiana del orden internacional, que predica una particular forma de “gobernación sin gobierno” a tono con el proceso de globalización, diluyendo el carácter “nacional” de las relaciones sociales, los mercados y la política y pone en cuestión el concepto tradicional del Estado-nación (Sanahuja, 2007).
Una de las dimensiones donde esto se ve expresado es en el plano militar. El desplazamiento del poder desde el Estado hacia actores no estatales, y desde el espacio público hacia los actores privados, desestatalizó y privatizó muchos de los instrumentos de ejercicio de la violencia que tradicionalmente pertenecían al Estado-nacional. En los Estados Unidos, por ejemplo, solo cuatro gigantes industriales (Lochkeed Martin, Boeing, Raytheon, y Northrop Grumman) monopolizan la industria militar, lo que habla de una profunda relación entre el Estado y el sector privado conceptualizado como “complejo industrial-militar”. Pero, además, Sanahuja (2007) señala cómo con la globalización la guerra se privatiza y se torna “asimétrica”, concepto que refiere tanto a la desigualdad de recursos como la naturaleza diversa de los actores intervinientes. Pero, además, otra característica de las guerras de cuarta y quinta generación es su “baja intensidad”, es decir, no son grandes confrontaciones armadas en simultáneo y en un mismo campo de batalla, sino una suma de pequeñas acciones aisladas que dejan grandes devastaciones. A partir de esto, las nuevas guerras toman un carácter híbrido y fragmentado, que pone en tela de juicio la capacidad de los Estados de ejercer su soberanía (Merino, 2020).
En este sentido, Cox (1993) señala al Estado como una categoría necesaria pero insuficiente para explicar las configuraciones geopolíticas y las relaciones de poder a nivel mundial, señalando el peligro de reificar al Estado, a las instituciones o a las estructuras en sí, cuando estas son en realidad constricciones a las acciones, pero no actores en sí.
Cox (1993) señala que cuando se produce un cambio en las relaciones de producción, que generan nuevas fuerzas sociales, se produce un desajuste de la hegemonía. La aparición de un nuevo actor de alcance global no sólo va a generar una puesta en cuestión del Estado-nación como contenedor de poder (Arrighi, 2007) o “umbral de poder” (Gullo, 2018) dominante, sino que va a plantear un cuestionamiento de la potencia central dominante del polo occidental desde 1945 y global desde 1991: los Estados Unidos. En este sentido, asistimos a una contradicción entre los intereses de una nueva elite mundial transnacionalizada (Gullo, 2018) y los intereses de las fracciones continentalistas norteamericanas (sustentadas en el Estado-nación estadounidense), en tanto la fracción transnacionaliza, al promover la globalización de las relaciones económicas, políticas, sociales y culturales, generó una crisis del aparato industrial estadounidense, que se evidencia en la pérdida de peso relativo del PBI norteamericano en el PBI mundial.
Crisis y transición hegemónica
En este marco, distintos autores sostienen que estamos atravesando un proceso de crisis terminal de la hegemonía norteamericana (Arrighi, 2007). Para sostener esta afirmación, Arrighi recupera la noción gramsciana de hegemonía, entendiéndola como el poder adicional del que goza un grupo dominante en virtud de su capacidad de impulsar la sociedad en una dirección que no sólo sirve a sus propios intereses, sino que también es entendida como provechosa por los grupos subordinados. En el contexto internacional, Arrighi sostiene que un actor es hegemónico cuando tiene la capacidad de impulsar el sistema interestatal en la dirección que desea.
Cox (2016), por su parte, también plantea la posibilidad de pensar la hegemonía como un proceso que puede ser llevado adelante no sólo por Estados-nacionales, sino también por fuerzas sociales en un sentido más general, mediante un consentimiento de base amplia a través de la aceptación de una ideología y de instituciones consistentes con la estructura. En este sentido, señala el autor,
(…) una estructura hegemónica del orden mundial es una en la cual el poder es una forma ante todo consensual, a diferencia de un orden no hegemónico, en el que hay poderes manifiestamente rivales y ningún poder ha sido capaz de establecer la legitimidad de su dominación. (Cox, 1993)
La crisis de hegemonía se produce cuando el Estado hegemónico vigente carece de los medios o de la voluntad para seguir impulsando el sistema interestatal en una dirección que sea ampliamente percibida como favorable, no sólo para su propio poder, sino para el poder colectivo de los grupos dominantes del sistema (Arrighi, 2007).
En este sentido, cuando una “estrategia de acumulación” específica, definida como modelo de crecimiento económico específico con sus diferentes precondiciones extraeconómicas con una estrategia general adecuada para su realización, deja de expresar y favorecer a las fracciones más dinámicas del capital, ocurre una crisis de hegemonía económica, que acentúa el papel de la dominación económica en el proceso de acumulación (Jessop, 1983).
En este marco, la crisis tendencial de la hegemonía estadounidense se dio a partir de dos procesos simultáneos. Por un lado, la configuración de las corporaciones transnacionales globales como nuevo actor de poder en el sistema mundial, las cuales dejaron de estar “contenidas” por el Estado-nación norteamericano. En segundo lugar, por el proceso de insubordinación relativa en las periferias del sistema mundo occidental moderno, que comenzaron a criticar activamente la configuración del orden mundial contemporáneo y a articularse para conformar propuestas alternativas (Formento y Dierckxsens, 2021).
Arrighi (2007) señala que la fallida incursión estadounidense en Irak podría significar la “crisis terminal” de la hegemonía norteamericana, en tanto manifestación de la incapacidad para imponer su voluntad contra las resistencias en el tercer mundo y de la imposibilidad de ejercer el control sobre el grifo global de petróleo y, por lo tanto, de la economía global por los próximos años.
Otros autores, a su vez, caracterizan este proceso como de decadencia del poder norteamericano (Wallerstein, 2006; Rodríguez Hernández, 2014). Esta decadencia, sin embargo, es relativa, en tanto significa una disminución del poder en algunas de las dimensiones, pero no en todas. Estados Unidos seguiría siendo un actor importante y sumamente influyente en el sistema internacional, aunque ya no está en condiciones de ejercer su primacía de manera exclusiva.
Por su parte, Cox (2016) señala un elemento importante para conceptualizar la crisis de hegemonía. El autor señala que, para convertirse en hegemónico, un Estado debe fundar y proteger un orden mundial que fuera universal en su concepción, donde la mayoría de los otros Estados puedan encontrarlo compatibles con sus intereses. En este sentido, la hegemonía a nivel internacional no es simplemente un orden entre estados, sino que incluye un modelo de producción dominante que penetra todos los estados y los vincula a otros modelos de producción subordinados, es también un complejo de relaciones internacionales que conectan las clases sociales de los diferentes países, y se expresa en normal universales, instituciones y mecanismos que establecen reglas generales de comportamiento para los Estados y para aquellas fuerzas sociales que actúan más allá de las fronteras nacionales. En este marco, la crisis de hegemonía del actor dominante implica necesariamente la crisis de hegemonía de todo el andamiaje social, económico, político e institucional que ese actor montó para reproducir su condición de actor hegemónico.
Martins (2014) va a referirse, en este sentido, no solo a la crisis de la hegemonía norteamericana, sino que va a señalar la existencia de una crisis general de la hegemonía atlantista, es decir, de las potencias occidentales, entendiendo por “occidente” a los actores dominante de países pertenecientes al núcleo histórico de la OTAN, con un protagonismo central de Estados Unidos y el Reino Unido o, a partir de una conceptualización basada en un sustrato civilizatorio y cultural, como un gran núcleo que incluye a Estados Unidos, Europa Occidental, Canadá, Australia y Nueva Zelanda, y se liga dicho concepto a la economía capitalista de mercado, a la democracia liberal, al respeto del individualismo.
Una de las dimensiones principales de la crisis de la hegemonía atlantista es el creciente proceso de financiarización de su economía, que se complementó con la caída de las tasas de inversión, el aumento de la deuda pública, el desplazamiento de las inversiones productivas hacia el exterior, la pérdida de competitividad a escala internacional, la pérdida de autonomía de la política monetaria, el alto nivel de desempleo, la contención o reducción de los salarios reales, el aumento de la desigualdad, el aumento de las asimetrías regionales y la sustitución del liberalismo por el neoliberalismo como doctrina económica, política y social (Martins, 2014). Esto genera un proceso de desplazamiento de la centralidad del capital productivo hacia el capital financiero en donde el Estado, como instancia política, queda subordinado al capital financiero (Dussel, 2014). En este marco, al igual que en procesos anteriores de cambios en los ciclos sistémicos de acumulación, el acelerado proceso de financiarización de la economía norteamericana puede ser el preludio de una transferencia del poder hacia nuevos actores (Arrighi, 2007).
La crisis de hegemonía de la potencia dominante, señala Arrighi (2007), debe ir acompañada del surgimiento de un nuevo liderazgo global dispuesto y capaz de asumir la tarea de ofrecer soluciones a escala sistémica a los problemas sistémicos que deja la hegemonía en declive.
Partiendo de estas transformaciones, distintos autores van a conceptualizar el momento geopolítico actual como un proceso de “transición” que tiene diferentes escalas, características y posibles devenires. Sanahuja (2007) afirma que esta transición está relacionada con los cambios de naturaleza estructural del orden mundial, así como de las fuentes del poder y en los actores que operan en el sistema. El creciente peso económico de las potencias emergentes, transformado paulatinamente en protagonismo político y geopolítico, ha alentado un cambio de la configuración de fuerzas en el escenario internacional, que ha hecho que el centro de gravedad mundial ya no esté en los países del centro capitalista (Rodríguez, 2014). Estas “zonas de transición” (Costa Fernández, 2013) se caracterizan por presentar estructuras no hegemónicas definidas, y en donde las capacidades materiales, ideas e instituciones no están en sintonía, por lo que Arrighi (2007) denomina este periodo de transición como uno de “turbulencia”. Serbin (2019), por su parte, señala la existencia de un progresivo desplazamiento del centro del dinamismo económico mundial del Atlántico hacia el Asia Pacífico.
Schweller y Pu (2011) afirman que se están produciendo dos procesos simultáneos: de desconcentración de poder y de deslegitimación de la potencia hegemónica. Jingdong Yuan (2020), por otra parte, sostiene que las transformaciones geopolíticas y geoeconómicas en curso deberían entenderse como un proceso de “difusión” del poder, a partir del creciente protagonismo de nuevos actores supraestatales como las corporaciones transnacionales, ONG’s, etc., que “difuminan” el poder del Estado-nación.
Martins (2014) afirma que actualmente atravesamos un proceso de “bifurcación de poder”, mientras que Moure (2014), por su parte, incorpora la distinción entre “transición de poder” y “sucesión hegemónica”. Mientras que la primera supone el incremento relativo del poder material por parte de un actor determinado, entramos en un proceso de sucesión hegemónica cuando existe una aceptación generalizada de otros actores del sistema internacional en el nuevo ordenamiento mundial propuesto. Brzezinski (1998), por su parte, se refiere a estas transformaciones como “desplazamientos tectónicos en los asuntos mundiales”.
Lesznova (2016), por su parte, caracteriza el momento actual como una “reconfiguración geopolítica” entendida como un cambio en la correlación de fuerzas a nivel global entre los centros de poder tradicionales y los centros emergentes, y en donde las reglas del juego no solo se dictan por estados nacionales sino, en buena medida, por actores trans- y supranacionales. Schweller y Pu (2011) proponen un conjunto de “fases” para caracterizar el proceso de transición hegemónica. Los autores parten de 1) un orden “estable”, que es seguido por 2) una crisis de legitimidad; a partir de ello, sobreviene una 3) desconcentración del poder y deslegitimación de la potencia hegemónica. Esto provoca 4) una carrera armamentística y formación de alianzas, que desemboca en 5) la resolución de la crisis internacional y 6) la renovación del sistema.
Sin embargo, Sanahuja (2020) señala que explicar el orden mundial contemporáneo solamente en términos de “difusión” o “transición” de poder es simplista y errado, ya que lo que estaríamos atravesando es un cambio de ciclo histórico, marcado no solo por la crisis de la potencia dominante (Estados Unidos), sino también por la crisis de la globalización financiera neoliberal. Dussel (2014) se refiere a este proceso como “transición agónica”, caracterizada por la crisis terminal de un orden hegemónico y el proceso avanzado de sucesión hacia uno nuevo.
Reflexiones finales
El orden mundial contemporáneo atraviesa cambios de carácter cuantitativo, referidos a la cantidad de actores protagónicos en el escenario global, y de carácter cualitativo, que tienen que ver con la forma que han tomado tanto los actores estatales como los no estatales a nivel internacional. Atravesamos un cambio estructural en el escenario internacional, que no puede reducirse sólo a un cambio del centro de gravedad de la economía mundial desde el Atlántico al Pacífico, proceso que sin duda se está produciendo, sino que debemos interpretarlo como una verdadera transición histórica-espacial, que nos demanda actualizar los marcos interpretativos de análisis, para no cometer errores que conlleven hacer lecturas distorsionadas y, lo más peligrosos, a actuar de manera equivocada.
Al análisis de la naturaleza, la forma y los objetivos de los Estados (nacionales, continentales y globales), que han ocupado el centro de la escena en los análisis geopolíticos clásicos y contemporáneos, debemos incorporar una mirada sobre las fuerzas sociales impulsoras de proyectos estratégicos en pugna y de la estructura que ha tomado la economía y la política global. Lo que está claro, es que ni la forma que ha tomado el Estado a partir de principios de 1900 ni el sistema histórico dominante luego de la segunda guerra mundial pueden responder adecuadamente a sus contradicciones inherentes, que hoy afloran con toda su fuerza (Wallerstein, 2007).
Los Estados Unidos atraviesan una etapa de declive hegemónico; el Estado-nación industrial imperialista de país central atraviesa una crisis como contenedor de poder de las fuerzas más dinámicas del capitalismo global; y el occidente anglosajón (en tanto sistema de ideas, valores y cosmovisiones con pretensión universal) atraviesa una crisis de legitimidad. Estas crisis no tienen una única salida sino dos: o se profundiza la globalización financiera neoliberal, con sus instituciones políticas, económicas y financieras globales, sus cadenas globales de valor transfronterizas y su sistema de valores posmodernos, o se consolidan los polos de poder emergentes, con su reivindicación protagónica del Estado, su defensa del pluriversalismo y de la coexistencia pacífica de las civilizaciones a nivel mundial.
Al igual que en otras etapas de la historia, las crisis en el centro del capitalismo mundial y la agudización de las disputas entre polos de poder habilitan las condiciones para el desarrollo de proyectos alternativos en nuestra región. Es una nueva oportunidad histórica de reconstruir la dignidad histórica para América Latina y el Caribe a través de proyectos estratégicos que reclamen mayor autonomía relativa, distribución de la renta y complejización de los sistemas productivos. Una región con mayor igualdad, soberanía política, independencia económica y justicia social.
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Source: http://www.cipi.cu/schulz
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