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Tema: Competencia Grandes Potencias

Ucrania y nosotros

Además de disparar los precios de la energía en el mundo, y especialmente en el Viejo, la guerra ha puesto al rojo las rendijas de la interdependencia, y los límites de la transición a una reconversión energética, que no precisamente está a la vuelta de la esquina.

  • Rafael Hernández | 20/03/2022

Director Revista Temas

Creo que ahora mismo estamos aprendiendo muchísimo más acerca de Ucrania que sobre el resto del mundo, incluida Cuba.

«Estamos aprendiendo» quiere decir tenemos más información disponible sobre su historia, contexto geopolítico, complejas relaciones con su vecino mayor, problemas económicos, flujos migratorios, conflictos internos, grupos sociales, corrientes ideológicas, tensiones en la clase política…No me refiero a la avalancha de opiniones que abruma las redes, a favor o en contra de los contendientes, sino al análisis crítico de expertos que dominan esos problemas, y que pueden encontrarse también en internet, si se sabe buscar.

Que «estemos aprendiendo» más de Ucrania que de Cuba no es nada sorprendente, pues la primera es el país más grande de Europa y Cuba apenas una isla del Caribe, 5,4 veces más chiquita.

Sin embargo, a pesar de tanta expertise acumulada, y tantas «voces ancestrales que profetizaban la guerra,» como decían los versos inmortales de Kubla Kahn, la invasión pareció, sin embargo, tan imprevista como el estallido de la I Guerra mundial en Sarajevo. Digo pareció, sin ir más lejos. Puesto que tantas visiones aprendidas no anulan la competencia de percepciones que, como está de moda, le pasan a menudo por encima a lo nuevo que esta guerra trae consigo.

Así que, para muchos, Rusia es el mismo oso soviético de la Guerra fría, que ahora vuelve por sus fueros, intentando una vez más reconfigurar sus fronteras europeas, y entrarles a sus vecinos, al clásico modo desde los grandes Pedro y Catalina hasta Stalin. Oponerse a la invasión no ha sido instantáneo solo para los amantes de la paz y los derechos humanos, sino también para el coro que a menudo aplaude las intervenciones, a veces llamadas humanitarias, o se dirigen a castigar mediante baños de sangre a regímenes autoritarios. Aunque el de Kíev se considere así por muchos expertos, el de Moscú seguro le gana.

Una buena razón para ganar donde los ucranianos no pueden competir: despertar el anticomunismo vivo y evocar el espectro del antisovietismo. Por si hiciera falta echarle más polvos a ese fantasma, según muestran algunos videos en las redes, los tanques T-72 rusos que ruedan sobre tierra ucraniana portan la bandera de la hoz y el martillo. Comoquiera que la guerra no puede tener más que imágenes brutales, la reacción frente a esta brutal violación del Derecho Internacional no es (no podría ser) la misma que ante otras brutales invasiones.

Sin embargo, quedarse en el imaginario del conflicto no conduce demasiado lejos. En contraste con otros acumulados desde el fin de la Guerra fría, este apunta ya hacia otras derivaciones. En efecto, la invasión a Ucrania no anuncia el efecto de detente Este-Oeste que siguió a la intervención soviética contra Checoeslovaquia (1968) en el orden pautado del mundo bipolar; o el del «conflicto de baja intensidad limitado» cuando ocupó Afganistán (1979-89), y tuvo que retirarse dejándolo peor de lo que estaba. Tampoco el de las bárbaras guerras que, en el mundo feliz de la post-Guerra fría, lanzó la OTAN sobre Irak, Serbia, Afganistán, Libia. A diferencia de todas estas, la invasión rusa está sacando a flote algunas líneas de quiebre en el patrón que ha imperado en la coalición nortecéntrica llamada Occidente.

Además de disparar los precios de la energía en el mundo, y especialmente en el Viejo, la guerra ha puesto al rojo las rendijas de la interdependencia, y los límites de la transición a una reconversión energética, que no precisamente está a la vuelta de la esquina. Asimismo, ha impelido de un golpe sobre países acostumbrados a su zona Schegen de confort, a tres millones de refugiados que no pueden ser rechazados, ignorados o despreciados, como a los musulmanes sospechosos de terrorismo, oriundos de Siria, África, el sur de Asia.

La guerra ha hecho rechinar las bisagras de un sistema de defensa que data de la era de la Cortina de Hierro, y que depende de un Gran Hermano instalado al otro lado del Atlántico. Y last but not least, ha puesto en evidencia una vez más que, mientras Europa está sentada sobre la hornilla de todo lo anterior, su hermano trasatlántico no la está pasando tan mal. Parafraseando una famosa frase, «lo que es bueno para Chevron (el petróleo) y Lockheed (los caza-bombarderos) es bueno para América.» Aunque para cumplirlo tenga que negociar con criaturas maléficas, como Venezuela, y aunque el mismo EEUU fuera el principal abastecedor de armas en una Europa cuyas importaciones han crecido más que las de ninguna región en los años recientes.

«Estamos aprendiendo más de Ucrania,» por cierto, incluye a los cubanos. Aunque este conocimiento no siempre contribuya a ganar claridad sobre el problema.

Digamos, que la invasión rusa ha desatado entre algunos comentaristas del patio una pasión analógica con Cuba y su conflicto con EEUU, especie de ilusión óptica que no resiste una breve ojeada, sin constatar sus incongruencias.

De entrada, la Guerra de EEUU contra Cuba —que se prolonga por más de 60 años— es un animal muy distinto a Rusia-Ucrania, pues habita un paisaje devenido natural, un asedio establecido como costumbre, aunque el mundo vote contra el bloqueo en la ONU cada año, casi sin abstenciones. Y no pasa nada.   

Si desde este presente se mirara atrás, está claro que Cuba y EEUU han compartido el mismo espacio geopolítico, desde la época en que ambos eran colonias europeas, pero nunca estuvieron juntos dentro de aquellas Trece. Las luchas por la independencia desafiaron intensas corrientes para anexarla a EEUU, de los dos lados  —y prevalecieron. Cuba no fue estado o república de la Unión, ni posesión o país asociado. Tampoco compartió la misma lengua o integración étnica, ni las mismas religiones mayoritarias. En cada uno de estos vasos comunicantes, Ucrania se ha relacionado al revés con Rusia.

Aunque la noción de estar compartiendo el espacio geopolítico de una potencia no ha determinado, desde 1959, someterse a la regla de sus dictados, tampoco pretende olvidarla. Provocar deliberadamente a esa potencia, adherirse a un bloque militar enemigo, juzgar que la única defensa eficaz ante su poder nuclear es desarrollar (o prestarse para producir) armas de destrucción masiva, no caracteriza la posición cubana. Como demuestran cientos de  documentos  desclasificados, con todas las administraciones ha procurado el diálogo y la negociación en lugar del ultimátum, y ha evitado lo que en cubano se llama «la guapería.»

Finalmente, y a diferencia de China, la India, Vietnam, Tanzania, Zimbabwe, Sri Lanka, Laos, Irán, Congo, Argelia, Bangladesh, y otra veintena de países que se abstuvieron en la AG de la ONU, Ucrania jamás ha sido un Estado no alineado. Más allá de su antagonismo con EEUU y totalmente al margen de su relación con la URSS y Rusia, el rol de Cuba en el liderazgo de ese movimiento se ha fundado en una red de alianzas, tejidas mediante diálogo, solidaridad e intereses compartidos, y no precisamente con agujetas ideológicas o bloques.

Si esta simple lista de diferencias entre Cuba y Ucrania se interpretara como pretendidas justificaciones de la invasión rusa, alineaciones con Moscú o alabanzas a Putin, no me extrañaría. Una de las consecuencias del conflicto es generar una razón del tipo «si no estás conmigo, vete a que te den por el saco.» Si el grupo de los que se abstienen representa a la mayoría de la humanidad, si se opone al uso de la fuerza y se resiste a alinearse con ninguno de los dos lados, entonces son tildados de puñado de gente indefinida, carente de ética y principios. No es raro que numerosos anticomunistas orgánicos, aquí y en ultramar, se comporten como si cubrir de chapapote la efigie de Putin fuera una buena manera de salpicar al gobierno cubano.

Aunque no sabemos exactamente qué consecuencias tendrá esta guerra en nuestras vidas, no hay que ser economista para vaticinarlas. No solo porque dejarán de venir turistas rusos, y porque el efecto radiactivo de la guerra sobre la economía global disuadirá a muchos otros a quedarse en casa hasta que bajen los precios de las líneas aéreas. Sin petróleo ni armas sofisticadas que venderles a los espantados europeos, ni otra cosa aparente más que una economía turística, con alimentos y otros insumos importados con precios por las nubes, el futuro se mantiene incierto.

Antes de Ucrania, sin embargo, aprendimos que la crisis de la pandemia dejó ver a un país exportador de vacunas, con una economía productiva basada en un complejo médico-industrial y en servicios de salud de alto nivel, emergentes por detrás de los hoteles y otros negocios más propios de una islita en el golfo.

Entre los duros aprendizajes de la COVID, algunos responsables también pudieron comprobar por sí mismos que sin «sectores presupuestados» como la salud, la ciencia, la educación, la cultura, no hay progreso social que asegure la estabilidad, desde el nivel comunitario hacia arriba, ni fundamente un desarrollo cualitativo, más allá de datos y agregados macroeconómicos.

Si apartamos la mirada de Ucrania hacia nuestro patio solo por un momento, podríamos advertir que la COVID también contribuyó a profundizar la pobreza prolongada y la posposición de todas las promesas democráticas en América Latina y el Caribe. De ahí que una nueva creciente de izquierda y centro-izquierda se haya ido extendiendo por Bolivia, Perú, Honduras, Chile, junto a otros gobiernos ya instalados en México, Argentina, Panamá. Ahora mismo, la candidatura de un ex-guerrillero apunta a ganar elecciones dentro de pocas semanas en Colombia. Y un personaje icónico de la izquierda, que antes de la COVID parecía inviable, tiene las mayores probabilidades para vencer a la derecha en Brasil.

Para que los lectores no me miren con sorna, y me tachen del peor optimista, le paso entonces el micrófono al New York Times: «El cambio también podría dificultar que Estados Unidos siga aislando a los regímenes autoritarios de izquierda en Venezuela, Nicaragua y Cuba.»

Y cuando los tambores de la guerra dejen de sonar en Europa, veremos por dónde va.

Tomado de https://oncubanews.com/opinion/columnas/con-todas-sus-letras/ucrania-y-nosotros/

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